Durante estos meses de pandemia ha cambiado la incidencia del infarto de miocardio. A nivel tanto local como nacional e internacional ha habido una reducción de hasta un 50% de los pacientes hospitalizados por un infarto, así como un aumento de la mortalidad, respecto al mismo periodo del año pasado. Se sospecha que la causa de este descenso es el miedo de los pacientes a contagiarse de la COVID al acudir a un hospital. A causa de este miedo, se ha observado un retraso en la consulta de los pacientes con infarto que han llegado con peor pronóstico al hospital y que ha provocado un aumento de la mortalidad. Además, han aumentado, sobre todo, las complicaciones mecánicas, como la rotura cardiaca, que suelen ser poco frecuentes. Por todo esto, es importante destacar que, a pesar de la situación actual, la atención hospitalaria al infarto sigue funcionando con la misma calidad. Los riesgos relacionados con esta enfermedad superan cualquier riesgo de infección, por lo que es mejor acudir lo antes posible a urgencias para un correcto diagnóstico y tratamiento de la enfermedad coronaria, que es una enfermedad potencialmente mortal, si no se trata de forma adecuada y rápida.
Otro aspecto que relaciona la COVID-19 y las enfermedades cardiovasculares es el uso de fármacos como los ACE-inhibidores, que se prescriben habitualmente en pacientes con hipertensión e insuficiencia cardiaca. Se sabe que el SARS-CoV2 usa el receptor ACE2 para entrar dentro de las células y causar la infección. Este receptor es muy parecido a la enzima ACE, una enzima clave para la regulación de la presión arterial. Sobre esta enzima actúan los ACE-inhibidores provocando un aumento de la expresión del receptor ACE2. Por este motivo, algunos investigadores han formulado la hipótesis que el uso de estos fármacos puede aumentar el acceso del virus a las células, predisponiendo a los pacientes con problemas cardiovasculares a la infección por COVID, o a una mayor severidad de esta. Sin embargo, un estudio publicado en la revista Lancet ha desmentido esta hipótesis. No se ha encontrado ninguna diferencia en la hospitalización o riesgos adicionales en pacientes que tomaban este tipo de fármacos y que resultaban infectados por COVID-19, respecto a otros pacientes que no los tomaban. Por lo tanto, ninguna evidencia actual justifica la suspensión de estos fármacos como medida preventiva en pacientes con enfermedad cardiovascular y riesgo de COVID-19. Además, la suspensión de estos fármacos supondría un mal control de la presión arterial, que produciría un mayor riesgo de problemas cardiovasculares.
Muchos pacientes con enfermedades cardiovasculares han mostrado preocupación por si debido a esta enfermedad, en caso de contraer la COVID, tendrían una infección más grave. Esto es algo que ya se ha observado con la gripe: las infecciones respiratorias agudas producen una mayor activación de la coagulación, de los efectos inflamatorios y de la disfunción vascular en pacientes con problemas cardiovasculares. En este caso, por el momento, ningún estudio ha podido demostrar que esto suceda con la COVID. Aun así, conviene ser prudentes, ya que es una enfermedad nueva que aún no se ha podido observar en qué medida afecta a diferentes personas, ya sean personas con diferentes patologías, edades, condición física o características genéticas.
Por lo tanto, es importante que los pacientes con un elevado riesgo cardiovascular por diferentes factores de riesgo como la edad avanzada, diabetes u obesidad, o pacientes ya diagnosticados de enfermedades cardiovasculares, cumplan de forma estricta las medidas de protección que recomiendan las autoridades sanitarias minimizando, así, el riesgo de un posible contagio.
Autor: Dr. Salvatore Brugaletta, cardiólogo del Instituto Clínic Cardiovascular